jueves, 13 de noviembre de 2008

Inundación de 1973

El viento frío y húmedo traspasaba la ropa dejando una sensación de tener alfileres clavados en la piel. Era uno de esos días en que la mejor opción es no salir de casa. Los meteorólogos habían anunciado fuertes lluvias y un descenso abrupto de temperaturas. Como casi siempre venía sucediendo en las últimas predicciones, se tenía la esperanza de que pudiesen equivocarse.

La abuela, sobre el quicio de la puerta, miró hacia arriba y observó un cielo encapotado. Las nubes eran densas y un gris plomizo ocultaba al rey astro. Puede que lloviera aunque la sierra de Almagro aun no llevaba montera. Ella siempre había repetido lo que de sus antepasados tantas veces había escuchado: “cuando Sierra Almagrera lleva montera llueve, quiera Dios o no quiera”. La montera son nubes bajas que coronan, sin dejar ver, la cima de la descarnada y seca sierra, dejando el resto de ella en un desnudo pulcro y frío en la lejanía, tras un velo de color de opaca plata sórdida y enmudecida por la carencia del brillo de los rayos solares.

“Que no vuelva a rugir el río con fiereza desbocada”, suplicaba la anciana en silencio. Recordaba el mar de lágrimas derramadas cuando antaño el río se desbordaba y se llevaba todo lo que cogía en medio de sus turbulentas y enfurecidas aguas. No era miedo, era pánico lo que se apoderaba de las almas de los agricultores. Toda su vida, todo su esfuerzo y lucha quedaban a la merced del tiempo en solo cuestión de segundos. El río siempre toma lo que es suyo.

“Es la ley de la naturaleza la que se impone”- pensaba mientras se asomaba al cerco de alambrado espinoso que separaba la era del precipicio. No muy lejos se divisaba el lecho del río. El ruido sórdido del transcurrir de las escasas aguas, era como las sosegadas lágrimas de la esperanza ante un presente donde acecha la amenaza de un juicio natural por recobrar lo que poco a poco la agonía del hombre ha ido robando.

Se dirigió hacia el interior del hogar donde se expandía el olor a chimenea con vida. Atizó el fuego con soplos llenos de inusitada resignación. La llama roja desprendía destellos iluminando una cocina, recientemente blanqueada con cal, de diversas tonalidades de rojos, azules y amarillos. La gama de colores era diversa.

Acercó las manos frías a la chimenea en un intento de recobrar el calor perdido y paliar la sensación gélida que le embargaba. Estaba sola y preocupada. Sus pensamientos fueron sacudidos por la riada de 1973. Aún, después de pasado tanto tiempo, podía recordarlo. Sintió un escalofrío y comprobó que se le erizaba el vello del cuerpo. El río comenzó a crecer lentamente hasta llegar a lamer los troncos de los árboles frutales. En pocos minutos pudo comprobar como el agua seguía subiendo de nivel acompañado de un feroz estruendo de sonidos extraños causados por los tumultuosos remolinos. El río se sentía furioso y no desistía en su empeño de seguir ganando terreno. Tenía prisa por llegar al mar y descargarse de toda la mercancía que recogía a su paso. Arrastraba coches, utensilios de labranza y otras cosas que no llegaba a divisar porque de ella se apoderó un pánico que solo le permitía observar con la mirada perdida.

El cielo se iba oscureciendo y las gotas de agua se convirtieron en una espesa cortina que abrazaba al entorno. Cogió otro paraguas, se cubrió con un impermeable y enfundó, hasta casi las rodillas, sus pies en unas botas negras de agua. Estaba dispuesta a bajar la cuesta y llegar hasta la carretera para reunirse con su nieta, única niña que crecía en el pago, y el resto de los vecinos.

Entre los sonidos de las turbulentas aguas escuchó voces con las que estaba familiarizada… se repetían en forma de eco. Miró a su alrededor, no se veía nada. Cruzó la era con paso firme y decidido y siguió descendiendo. Ya no se veía la carretera, el agua había empezado a subir y el huerto, un poco mas abajo, estaba luchando por seguir en pie contra un fuerte oleaje. Avanzó un poco más. Algo se movía entre las aguas. Pensó que podía ser algún animal y se dispuso a retroceder. Por mucho que aumentara el caudal del enfurecido río ella estaría a salvo. Nunca podría alcanzar la altura de la era. Tenía miedo, mucho miedo.

Unas voces le hicieron volver sobre sus pasos. Los gritos venían de ese camino que ella había decidido no pasar. Dirigió la vista hacia atrás y pudo ver una sombra que portando algo en brazos corría, dirigiéndose hacia ella, tambaleándose. Era una persona la que pedía ayuda. Se armó de valentía y salió a su encuentro, despojándose de todos sus miedos, con la intención de prestarle ayuda. Cerca, pudo ver que se trataba de su suegra. Una mujer valiente y menuda que a sus ochenta y cuatro años aún tenía agallas para seguir luchando contra las adversidades de la vida. Llevaba a su biznieta de cinco años sobre su regazo. Ella le quitó a la niña y dando su mano a la anciana corrieron por la cuesta, huyendo de la subida de las aguas, para refugiarse en el hogar que sin pertenecerles en propiedad le habían dado identidad.

Divisaron entre el aguacero, la edificación de dos plantas y ventanales grandes. Cuando llegaron a la puerta se encontraron con varias personas que habitaban en la zona de la carretera. Abrió la puerta y, después de despojarse de las ropas mojadas y cubrir sus cuerpos con otras mas cálidas, se colocaron alrededor de la gran chimenea donde ardían aún los troncos. La habitación estaba caldeada. Fueron llegando más vecinos.

Todas las personas hablaban de la furia del río y de las pérdidas que tendrían cuando el caudal amainara. Se habían salvado cruzando por los montes, solo la anciana cruzó la carretera y subió la cuesta desafiando la crecida en tiempo al Almanzora.

Fueron tiempos duros. Las pérdidas fueron incalculables, no tanto por su valoración monetaria sino porque esas gentes perdieron lo poco que poseían. Meses mas tarde la bisabuela murió con los recuerdos lesionados, sufrió enajenación mental heredada por el impacto. Ella, que siempre afirmaba con convencimiento, que no quiso cruzar el charco, refiriéndose a la mar, para reunirse con la persona que amaba tuvo que cruzar el río enfurecido. En su lecho de muerte repetía: el río Almanzora se convirtió en charco para tragarme. No se la tragó el río, no pudo con ella. Nadie pudo someterla nunca a caprichos de voluntades.

Los recuerdos de la anciana se centralizaron en ese día. La sombra de su suegra comenzó a tener forma real en su memoria. Salió de su pensamiento cuando escuchó el ruido de un motor que provenía de la cuesta. De pronto todo se hizo silencio y una adolescente de pelo lacio, castaño oscuro y que exhibía un mechón pelirrojo, muy natural, empujó la puerta entornada. En tres zancadas entró en la cocina y de soslayo dirigió una mirada hacia el dormitorio de la bisabuela. Sus ojos eran reflejos ocultos de ese fuego que mantenía la tan amada chimenea.

“Hola abuela, he venido con papá. El río parece que volverá a rugir”- Dijo en un tono que intentaba restar importancia a los devaneos de la naturaleza.

¿Qué conservas de la bisabuela?- preguntó la anciana. Conocía muy bien a esa niña larguirucha que bailaba delante del espejo del armario del dormitorio del cortijo de arriba. Esa niña ya no acudía diariamente a la orilla del río pero llevaba a su cuenca en la sangre. Conocía sus historias contadas a la luz de la flameante chimenea. Esa adolescente era una esponja de silencios donde las travesuras le daban cierto toque de diferencia. La abuela la quería y se sentía amada por ella.

“Un pañuelo, un cuadro y una herradura, pero lo que mas conservo son sus recuerdos. Siento el olor a salaos y cómo al escurrirlos queman la palma de mi mano. Era una mano pequeña ¿lo recuerdas?”- se miró las manos, habían crecido. Sus dedos eran como brotes de espárragos en días lluviosos. Cerró los ojos y sintió la presencia de esa anciana que tantas historias reales de su pasado como transmitidas le contara. Escuchó su voz, percibió su aroma. Sobre la repisa de la chimenea, encima de las tazas y platos de café, pudo ver unos ojos azules de azul de cielo en un día de verano. Le miraban fijamente y en la alacena que flanqueaba la chimenea una sonrisa etérea juntaba los labios finos en mueca. Le brindaban un tibio beso.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

SI BELLA ES LA POESIA, NADA TIENE QUE ENVIDIAR LA NARRATIVA.
¡MAGNIFICA!
MAYI

Vera (jarra 4 picos) dijo...

¿Te gusta? Escribía rima en una web, ya es molino que no mueve aguas. Creo que eres de las pocas personas que puedes entender mi decición. Sabes que me cuesta dar un paso pero cuando lo hago es con firmeza y para siempre. Esta noche lo he decidido, así que aquí habrá algo escrito por mí a diario.

Un abrazo, Mayi.

Anónimo dijo...

SI ESCRRIBES A DIARIO TEN POR SEGURO QUE LEEREMOS A DIARIO,PUES ES UN PLACER LEER TUS POESIAS Y POR SUPUESTO TU PROSA.
UN ABRAZO
ANA