martes, 9 de junio de 2009

Mi mejor regalo

Recuerdo tu nacimiento como si se tratase de ayer. Estaba presente. Me ignoraron. Desde un rincón del dormitorio lo presencié todo. Alguien decía: “es un bebé grande, hermoso”. Mamá se quejaba y yo casi no llegaba a entender lo que allí estaba sucediendo hasta que vi tu pelona cabeza, después tu cuerpo y seguidamente escuché tu llanto. Eras de un rosado perfecto. Yo me miraba las piernas y brazos bronceados por el sol y pensaba: “este bebé es como el pan recién amasado que no ha pasado por el horno aún. ¿Será rubio o moreno?” Lo supe conforme ibas creciendo. Tus ojos azules, ese color tenían en tus tres primeros meses de vida, fueron cambiando de color. Se convirtieron en luz de luna. Después, con el tiempo, observando otros nacimientos, en cada uno de ellos veía tu cara rosada, tus largas y tiernas piernas que mostraban carnosos rodetes. Escuchaba tu llanto. Te veía en cada criatura recién nacida.

En ese momento no entendía que serías un regalo que me ofrecía la vida. Otra nueva compañía que tendría en el transcurrir de los años. Muchas vivencias compartidas entre lágrimas y risas en el esfuerzo de redescubrir nuestro mundo. Poco a poco, muy lentamente, se fueron afianzando los nexos y acudimos a la llamada de inspiración que nos hacía la tierra madre.

Cerca, el río nos sonreía con sus pececitos de plata. Nos enseñó a escuchar la voz del silencio, a entender la vida labriega. Los secretos de la naturaleza no eran tales secretos para nuestras sencillas almas. De la tierra obteníamos todo lo que necesitábamos para nuestro sustento, para hacer placentero el ocio…

Recuerdo aquellos carros que fabricábamos con nuestras manos. ¿Aún puedes acordarte como las palas de las chumberas se convertían en un juguete a través de nuestras infantiles manos? Nos ayudaban las personas mayores. Cierro los ojos y te veo pintando en la tierra cerca de aquel letrero. Tu mano infantil, hábil, portaba una vara de naranjo que sustituía al lápiz. Lo mismo no lo recuerdas. Yo, mientras tanto, hacía figuras de barro que dejaba secar al sol y a veces, la mayoría de veces, las dejaba olvidadas. Una vez conseguidas, bueno mal conseguidas, perdían todo mi interés quedando relegadas al abandono. Mi pasión era sumergirme en el mundo de los sueños, el soñar despierta y el contarte aquellos alegres cuentos que te arrancaban la carcajada hasta que mamá cansada se levantaba de la cama y hacía malabarismos con su zapatilla sobre mi cama llegando a alcanzar mi cuerpo. Nunca llegué a llorar en su presencia. En esos momentos en que estoicamente aguantaba el castigo, tu mirada de estupor se escondía bajo las sábanas.

Una palangana blanca de porcelana, grande, con agua templada. El trasiego de personas mayores. Casi no entendía nada en ese momento. Yo estaba allí en un rincón presenciando tu llegada.

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