En un gran jardín de una casa del Pueblo, una araucaria, crecía majestuosamente. Soñaba con alcanzar la luna en las noches claras de un cielo cuajado de estrellas que, como diminutos brillantes, lucían sobre el manto negro circundando a la reina estelar que cambiaba de imagen según las fases lunares.
El jardinero cuidaba celosamente, con mimo y con especial esmero, como si fuese su ángel protector, que nada ni nadie le pudiese dañar durante su crecimiento. La pequeña conífera crecía sana, fuerte, día tras día. Su tronco abrazado con firmeza a la tierra, una tierra que no era la típica del clima donde crecían sus hermanas, iba haciéndose más robusto sin perder la esbeltez propia de la familia a la que pertenecía. Su vestido, en forma de ramaje, le daba una vistosidad hermosa, cónica, de distintas tonalidades verdes. En el bajo, cerca de la tierra húmeda, el color verde era tan intenso como su salud, haciéndose cada vez mas claro, como un bello amanecer donde la luz del día se va intensificando, cuanto más se alzaba la mirada dirigiéndola hacia el punto de su cuello, donde los pequeños brotes eran de un verde brillante.
Con el paso de los años su belleza era incuestionable. Se convirtió en la señal indicativa para los peones, que faenaban en el campo, de que estaban cerca del Pueblo. Ellos caminaban cansados, comentaban después de la dura jornada de trabajo, con los morrales vacíos y con la esperanza de llegar pronto a sus respectivos hogares.
La familia, en los días de invierno, les esperaban con el calor tibio de un brasero enrojecido por las ascuas del carbón adquirido en casa del carbonero y que mantenían encendido por las sacudidas del pay-pay que el anciano abuelo había confeccionado con esparto. A veces la pleita, del mucho uso, ofrecía un aspecto descolorido, casi blanquecino, de deshilachado natural que no afectaba al fin para el que se había elaborado de forma artesanal. Cuando divisaban La Araucaria, sus ojos brillaban con la alegría de saber que el Pueblo estaba ya cerca. Pronto estarían sentados junto a una mesa donde esperaba un humeante plato con el que poder reconfortar ese estómago desconsolado por el cansancio de una larga y fría jornada y por los alimentos de un cesto preparado, esa misma madrugada, que con el paso de las horas se había ido enfriando. Se podrían calentar las manos, los pies doloridos. Llevan el cuerpo entumecido por el penetrante frío.
miércoles, 14 de enero de 2009
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2 comentarios:
ME ALEGRO DE TU VUELTA A ESTE RINCON TRAS ESA PAUSA, AL IGUAL QUE LOS CAMPESINOS SE ALEGRABAN DE VER LA ARAUCARIA AL VOLVER DE SU FAENA.
UN ABRAZO
ANA
Gracias,Ana.Tengo muy nítida la imagen de esa araucaria al igual que la del antiguo reloj de bronce que, colgado en una pared de una casa muy especial, rompía el silencio de la noche para anunciar la hora. Puedo escuchar ese sonido.
Un abrazo,
Vera
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