sábado, 26 de abril de 2008

La niña y el río II

Estaba afanada haciendo uno de sus muchos copiados, tarea que realizaba para matar el tiempo cada vez que le castigaban. Eso ocurría con frecuencia. Su madre la miraba de soslayo, muy disimuladamente, consciente de que se pone nerviosa cuando se siente observada.

No borres tanto, terminarás haciendo un agujero en el cuaderno -dijo su madre en un tono que aseguraba lo que iba a suceder.

Tengo que borrar. Me salen unas letras muy grandes y algunas muy pequeñicas, me estoy torciendo- contestó la niña mirando el cuaderno donde los caracteres gráficos no seguían la línea que marcaban los renglones. Admitía, con resignación, la torpeza de sus infantiles dedos impregnados de manchas negras del carbón del lápiz.

Cuando vayas a la escuela ya lo harás mejor. Allí te enseñarán…- aseguró la mujer posando sobre su hija una mirada llena de ternura- Mira cómo te estás poniendo el jersey y las manos. Anda, ve a lavarte las manos y si quieres seguir escribiendo no apoyes la manga sobre lo escrito que ya está negreando y mañana me tocará darle puño para darle luz. Parece que sales de una mina de carbón.

La niña se levantó de la silla, guardó el libro y el cuaderno, se dirigió hacia el cubo de latón que contenía cristalina agua sacada del pozo. Le gustaba el sonido que producía el cubo cuando se dejaba deslizar y golpeaba en el agua hasta hundirse y llenarse de tan preciado líquido que utilizaban para la limpieza del cortijo, lavado de ropas y utensilios de cocina. No era agua potable, no se podía beber. Le tenían prohibido acercarse a su boca. De todas formas no podía hacerlo, aunque quisiese, porque el pozo estaba protegido por una bóveda color tierra húmeda que se elevaba metro y medio sobre la superficie. El interior lo flanqueaba una puerta de madera bastante deteriorada y descolorida por los azotes del tiempo. La lluvia, el viento y el sol habían dejado allí su huella de forma permanente en su madera pintada de verde hierba, agrietada, con síntomas de moho que formaba dibujos de formas irregulares.

Podía ver reflejada en su memoria, como si se tratase de una fotografía o de un fiel espejo, la imagen de ese cubo que permanecía sujeto a la polea por una cuerda de esparto hecha por las manos de su abuelo. Estaba anudada la soga a la garrucha del pozo por un extremo y por otro a su curvada asa grisácea. La cuerda siempre permanecía húmeda, pasaba poco espacio de tiempo en reposo, cubriendo con su trenzado la ancha hendidura de la rueda metálica que estaba sujeta a las paredes por una barra de hierro oxidado. Casi no la dejaban descansar, presentaba signos de cansancio en formas de rozadura, si se observaba detenidamente la trayectoria de su longitud. El abuelo tendría que reemplazarla, si se quebraba a causa de las rozaduras y el peso del agua, el cubo se quedaría siempre en el fondo del pozo y nadie podría recuperarlo. Tendrían que poner otro en su lugar.

Se lavó las manos y pidió la merienda. Eran casi las cinco de la tarde y pronto llegarían los demás niños de la escuela del pueblo. Ellos andaban todos los días varios kilómetros, la escuela estaba a dos kilómetros y medio de los cortijos. El recorrido lo hacían cuatro veces a diario, dos de ida y dos de vuelta. Todos y todas llevaban carteras de plástico que contenían un libro, una libreta, lápices de distintos colores y los más mayores hasta un bolígrafo de tinta azul. El llegar al hogar era como una liberación. Merendaban y se disponían a jugar todos juntos con los más pequeños que, por su edad, no iban al colegio. Solo eran tres, un niño y una niña de casi dos años y ella que tenía cuatro recién cumplidos.

Nunca traían deberes para hacer en el hogar y cuando eso ocurría los realizaban rápidamente sin a penas detenerse ni dedicarle tiempo. Nunca preguntaban nada, cuando algo no entendían lo dejaban en blanco, sabían que nadie les podía ayudar porque todos sus progenitores habían nacido en tiempo de la guerra civil española o en posguerra. Nadie fue a la escuela durante ese tiempo en que les tocó vivir su infancia, solo los que eran mas mayores, abuelos y bisabuelos, nacidos durante la monarquía de Alfonso XIII o los que les tocó vivir la corta época de la República sabían leer, escribir y las cuatro reglas aritméticas. Pero eso no les servía para nada estaban destinados al trabajo jornalero del campo y eran felices sin cuestionarse nada, era esa felicidad la que querían para sus hijos. Los chicos cuando creciesen tendrían que trabajar, ganar dinero echando jornales, y las chicas aprenderían las tareas diarias del cuidado de un hogar, protegerían a su familia siendo fieles esposas y entregadas madres.

La escuela no suponía ser un objetivo con fines claros. La felicidad creían todos que estaba en aceptar sumisamente el destino por nacencia. Estaba prohibido soñar. El soñar no estaba bien visto. Era una pérdida de tiempo en medio de la miseria. Había que educar a hombres y mujeres fuertes de cuerpo y espíritu. Y eso es lo que estaban haciendo. Los libros solo metían demonios en la cabeza.

Llegaron formando una algarabía los chicos y chicas del pueblo con sus carteras colgadas al hombro. En total eran siete, la más grande tenía 12 años y la más pequeña solo ocho, el resto estaba entre esas edades.

5 comentarios:

Eva G.C. dijo...

Es precioso como siempre, estoy deseando ver el siguiente capítulo.
Sigue así que va a quedar un libro precioso.
Besossss

Anónimo dijo...

te hiciste esparar la segunda parte,pero no defraudas.

un beso sutil

Anónimo dijo...

Que recuerdos de la infancia, me ha gustado mucho.
Animo con este relato somos muchos los que ya esperamos otro capitulo.

Un abrazo
Ana

Vera (jarra 4 picos) dijo...

Gracias a todas las personas que me animais para que siga con mucha ilusión.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Adelante un beso.

sutil