Tenía razón, la hermana que le
secundaba, no estaba equivocada. No querían su felicidad y todos sus actos, con
una alta dosificación de amabilidad, apuntaban en la dirección de sus metas, de
forma consciente o inconsciente, preestablecidas. Tampoco esa persona se dejaba
ayudar y cualquier persona que se ofreciera tendría que poner tierra por medio,
mas tarde o más pronto, dependiendo del aguante personal de cada cual.
Andaba en la tarea de borrar toda
huella física y mental con el propósito de neutralizar tanto desgaste y
sufrimiento a cambio de nada. Era necesario y oportuno, la vida sigue su curso
y cada cual tiene el futuro que se labra a golpes de acciones y sembrado con
hechos. Puso punto y final por su equilibrio personal que ya se tambaleaba a
pesar de quererle.
Sabia, casi podía afirmarlo, que
ambos por separado encontrarían la felicidad, por ello, le dejó marchar. Le
dejó marchar porque se iban haciendo mayores, soportando malos royos, ambos
sostenían una situación de barco a la deriva que nunca atracaría en puerto
alguno. Mejor ahora que después.
Limpiaba cada rincón de su casa, lavaba
de forma compulsiva todo lo que llevaba su olor y como no podía borrarlo cambió
colchón y almohada, cambió los muebles de sitio, los cuadros los reubicó, no quería
ver nada que le recordara vivencias pasadas que tanto dolor y humillación le
producía.
Ambos eran de nobles sentimientos
pero el pasado les separaba rompiendo la armonía de pareja. No somos nadie si
nos olvidamos de nuestra infancia. Olvidarse de la familia es un error, es como
la rama del árbol que no admite que vive porque está unida a un tronco y forma
parte de él.
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